Oskar Schindler (1908-1974), a la derecha, Liam Neeson en 'La Lista de Schindler' (1992).
JULIO MARTÍN ALARCÓN
No había forma de que lo supiera hasta ahora, pero encontraba que
siempre faltaba algo en todos los negocios que emprendí, incluso aunque
supiera lo que era, no podía hacer nada por ello, porque es algo que no
se puede crear y que marca la diferencia entre el éxito y el fracaso"
- ¿Suerte?
- Una guerra
El diálogo entre Oskar Schindler y su mujer Emily Pelz, tal y como lo retrató Steven Spielberg en una de las más memorables escenas de su carrera, -La lista de Schidler (1993)- es lo que separa una historia melodramática y de altruismo en una obra maestra sobre la codicia, la culpa y la redención.
Schindler no fue nunca un buen empresario, si acaso un oportunista sin escrúpulos, una parásito de la desgracia.
Un hombre repleto de ambición, arrojo y don de gentes pero carente de
la tenacidad, el esfuerzo o la capacidad infinita de trabajo que
necesita cualquier emprendedor. Vividor desde su juventud, había
fracasado en los estudios y no alcanzó la universidad. Para ascender se
casó con una chica de buena posición Emilie Pelzl: un camino menos
esforzado hacia la cúspide.
Su matrimonio, sin embargo, no le garantizó el éxito: a finales de los años 20 se hizo cargo de una empresa de maquinaria la Moravian Electrotechnic que llevó a la bancarrota poco
después. Bebedor, juerguista, irresponsable, dio tumbos hasta que en
1935 entró en el Partido Alemán de los Sudetes -era germano de
Checoslovaquia- y a finales de los años treinta, mucho después del
ascenso del partido nazi, en los servicios de inteligencia del Tercer Reich, la Abewhr. Prueba de su incapacidad en los negocios es que después de la guerra que le pudo hacer multimillonario a costa del sufrimiento de millones de seres humanos emprendió nuevas aventuras empresariales que acabaron desastrosamente.
Al final, los judíos a los que salvó durante el exterminio masivo del
Tercer Reich fueron los que le rescataron de la ruina en los años
sesenta, igual que lo habían hecho antes, para garantizar al principio
la eficiencia de las fabricas que les habían expropiado a ellos mismos para el esfuerzo bélico del Tercer Reich.
Durante décadas, nadie salvo los supervivientes y el círculo más
cercano del empresario checo supo de la increíble historia de Schindler,
que sólo se se dio a conocer al gran público con la novela El arca de Schindler, escrita por el novelista australiano Thomas Keneally en 1980, seis años después de morir su principal protagonista. Keneally se inspiró en el relato de Poldar Pfefferberg, uno de los supervivientes que trabajó para el checo, cuyo personaje en la fición se fundió con el del administrador Itzhak Stern que dio vida Ben Kingsley en la obra de Spielberg. Pfefferberg vislumbró a su salvador como un moderno Noé en cuya 'arca' salvó del diluvio -la catástrofe- al menos a una parte, de la condena del pueblo israelita.
Es difícil aceptar que en realidad fueron los Schindlerjuden los
que salvaron a él ya que es cierto que Oskar se jugó la vida y perdió
su fortuna cuando comprendió que ninguna riqueza era suficiente a cambio
de las vidas humana. Su acción y valentía solo remarca aún más la cobardía y miseria del resto de los alemanes
que sí colaboraron con los criminales nazis: quizás no fue tanto un
héroe como uno de los pocos ciudadanos que no perdió cualquier atisbo de
dignidad.
Después de escapar del cerco soviético y emigrar a Argentina en 1949, donde intentó una variedad de negocios como la cría de de pollos volvió a la tercera bancarrota de su vida, abandonó su país de adopción y regresó a Alemania donde una vez más fracasó. Para 1963 estaba en la ruina y el resto de su vida, hasta su muerte en 1974, vivió de la caridad de sus judíos, los Schindlerjuden, como Stern o Pfefferberg que había salvado durante la guerra.